Y si mi memoria fallara y olvidara cada uno de nuestros encuentro, cada uno de sus besos, cada una de las veces que hemos amanecido juntos, nunca querría olvidar aquella vez, a principios de mayo...
Apenas entró la luz, rodeando el contorno de las gruesas persianas, se iluminó casi por completo la blanquísima habitación. Paredes blancas que brillan y reflejan la luz del día, sábanas blancas, fundas blancas y un acolchado plumón blanco que casi nunca alcanza para taparme a mí. Como las demás veces, mi cuerpo estaba cubierto con una cobija de punto adicional, que pido para no pasar frío en la gélida habitación, helada artificialmente con el mini split que nunca sube de 25, si acaso 26 grados. Sentí su mano recorrer mi espalda y me erizé por completo. El más mínimo roce de su piel me hace ponerme alerta. Esa mañana, la electricidad recorrió mi cuerpo de pies a cabeza y sentí el enorme deseo de brincar encima suyo. Pero no lo hice, traté como siempre de contenerme un poco y ser sutil, si es que alguna vez he logrado ser sutil.
"Mi lugar" en su cama, siempre el mismo, entre él y la pared me guardaba como prisionera. No hay forma de escapar sin despertarlos durante la noche. Procuro para dormir siempre darle la espelada, para obviar su presencia y concentrarme en dormir. Trato de poner mi mente en blanco, tan blanco como todo en la recámara. La primera noche que pasé con ellos no dormí, sentir su cuerpo junto al mío todo el tiempo, me abrumó de deseo, me quitó el sueño. Desde entonces descubrí que darle la espalda me ayuda a no pensar, al menos puedo guardar mis manos y dejar de tocarlo. Por eso, esa mañana amanecí dándole la espalda, recibiendo la luz que se cuela por el resquicio entre la persiana y la ventana directamente en la cara. Sentirle me regresó al mundo de los vivos en un instante. Me di la vuelta y acurruqué mi cabeza en el hueco de su axila. Apenas me sonrió adormilado con los ojos prácticamente cerrados.
Me quedé inmóvil a su lado. Él tomó mi mano y la llevó a su entrepierna. Sentí su sexo endurecido. La ventaja de las mañanas es que una no tiene ni que decir buenos días, para lograr la hazaña. Claro, algo le hizo pensar que estábamos en igualdad de circunstancias, pero las chicas somos distintas por las mañanas. Hay algo en ese hedonismo egoísta con dejo de patanería que me encanta. La sonrisa de ensimismamiento, la actitud de autocomplacecia, el reto a mis normas autoimpuestas. Me encanta y me choca a la vez, pero nunca logro decir nada. Siempre me quedo callada, embobada, casi sumisa, perdida en el contacto con su piel. Esa mañana, tampoco dije nada, me quedé acraciándolo, exitándome poco a poco con mis pensamientos y sus eventuales gemidos. Luego volteó, pareció recordar que que alguien a su lado provocaba esas sensaciones. Besó mi mejilla.
Corrí al baño, a veces la verdadera magia de lo cotidiano son esas pequeñas interrupciones en las que hay oportunidad de recordar que no es un sueño, sino la realidad. Al regresar, lo encontré tendido boca abajo, abrazando su almohada, inclinado ligeramnete hacia "mi lado". Llevaba únicamente una camiseta de algodón, tal cual lo había dejado. Sentí ternura y deseo. Siempre siento esa mezcla cuando lo miro. Escalé la cama para poder llegar hasta él, y como no queriendo recorrí con mi mano desde sus corvas hasta las nalgas.
Me recosté junto a él, lo rodeé con mi brazo y seguí acariciando mansamente. Pasé mi mano suavemente por cada centimetro de piel expuesta. Él sonreía y seguía con los ojos cerrados, en silencio. Nuevamente me besó muy despacio. La punta de su lengua a penas rozó mis labios. Sentí en los míos la suave y dulce presión de los suyos. Fue uno de esos besos suaves llenos de ternura, esos que se dan cuando no es ni la primera, ni la última vez que besarás a alguien. esos que llenos de paz solo quieren regalar cariño. Esos que dicen cosas que las palabras no pueden decir.
Besé sus mejillas, su oreja. Acaricié su cuello, su pecho, su espalda, sus nalgas, sus muslos, tiré de él intentando transmitir el mensaje de que estaba lista para continuar. Se quedó de lado con su cuerpo muy pegado al mío.
Por medio de caricias me hizo saber que ya estaba consciente de mi presencia y que le hizo feliz tenerme allí, con él. Acarició mi pecho, mis pezones, mi espalda, mis nalgas. Regresó a mi pecho y bajó por mi vientre para entrar por mi pijama y encontrar mi vulva. Suavemente paseó sus dedos por mis labios y los separó para entrar cada vez un poco más. Mientras yo acariciaba su pene con un suave vaivén, muy suave un tanto insegura.
Volvió a besarme. Más suave, si se podía. Tanto que no podía reconocerle, por un momento me cuestioné si sería el sueño, o el intento por guardar silencio para no despertar a Michelle, pero luego me di cuenta de que él sí estaba despierto, no era sueño, era algo más. Los minutos de caricias y besos se extendieron y bailaron lentamente en el tiempo. Finalmente rompió el silencio: emitió la tan ansiada frase de cortesía heterosexual, recurrente y esperada en estos casos "¿quieres que me ponga el condón?" Esa pregunta siempre me llena de vergüenza, pero discutiré luego las razones, no ahora. Contesté que sí, y se lo puse con la pequeña rutina que hemos desarrollado para ello.
Entró en mí con firmeza y comenzó un suave y exitante vaivén. Fue dulce, tierno. Fue más de lo que yo esperaba, fue todo lo que yo deseaba. Esa mañana cogimos, pero fue diferente de todas las demás. Para mí fue distinto y por eso no quiero olvidarla. Sentí otra cosa. Esa mañana, él me hizo el amor.
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