A penas le veo, quedo muda. Se me olvidan las palabras. Se me olvida mi nombre. Me siento tiesa. Como si tuviera que salir huyendo de mi cuerpo. Y entonces para disimular mi carencia de sentido hago uso de palabras superfluas. Hablo y hablo y hablo, pero de cualquier cosa ajena a mí. Me desconecto de mí. Intento no sentir, porque me ebulle la piel al punto que duele.
¡Ardor! Es ardor. No tengo otra forma de definirlo. Es un ardor en las mejillas, en la lengua, en el vientre, en la vulva, en la sangre. Me escuece el cuerpo.
Ardo en deseos, en ganas, solo de imaginar su presencia. Cierro mis ojos, veo su rostro plasmado en mi memoria y siento palpitar mis sienes, oigo mis latidos, me corre la sangre ardiendo por las venas. La electricidad asciende mi cuerpo desde la base de mi espalada hasta sentir que estalla mi cabeza. Siento una intensidad acuciante en toda la piel, que me eriza; me sofoca; me sublima.
Me imagino como tigresa brincando sobre su presa. Me deseo tocándole, besándole.
Y luego, abro los ojos, le veo, y no sé qué decir. Quedo muda. Se me olvidan las palabras. Se me olvida mi nombre y huyo de mi misma hablando de nada, fingiendo autocontrol, pero es miedo. Hablo y hablo y hablo de cualquier cosa ajena a mí.
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